(como escrito por Raymond Carver)

Nieve derretida caía tras la ventana. Al otro lado, su estante con numerosos libros. Una lámpara de pie iluminaba el diván. La estancia quieta y acogedora. Oscurecía afuera y dentro de la casa.

Concluyó el libro. Fumó un cigarrillo. Volteó la contraportada y miró mi foto monocromática. Cerró los ojos con una sonrisa socarrona. Se levantó y caminó hasta el dormitorio con su bastón, pasos que lo alejaron de la lectura y lo destinaron a su existencia anodina. Viéndolo de ese modo, ser un fantasma no era tan grave.

Se aprestaba a dormir con una pijama blanca y un gorro que solo un octogenario como él podría usar. Entonces materialicé mi espíritu en el espejo de su armario, al lado de un baúl antiguo.

—Hey, Gordon… Gordon… —El viejo editor me miró con los ojos salidos. Apenas se pudo cubrir con la frazada.

—¡Maldita sea! ¿Eres tú? ¿pero… cómo diablos… no habías muerto?

—Desoíste mis súplicas, Gordon. Sabías que una decepción me haría volver al alcohol y aun así no detuviste la tirada de imprenta. Tu obsesión de cortar, cortar y cortar… no me atreví a contradecirte. Nunca estuve de acuerdo con la publicación de mi primer libro.

—¿Qué dices? ¡En verdad eres tú, Raymond! ¡Aléjate de mí, engendro del demonio!

—¡Mutilaste mis relatos! ¡Desvirgaste mis ideas! ¡Succionaste mi cerebro hasta que morí de un puto cáncer de pulmón!

—Ahora entiendo. Eres el espíritu maligno de Raymond y quieres vengarte de mí. Oye, fantasmita, si es que los fantasmas oyen. Esto no es un cuento de Charles Dickens y no soy Scrooge. Ahora quita tu asquerosa imagen de mi espejo y déjame dormir.

Un trueno retumbó por toda la casa. Nunca creí que los muertos tuviésemos tales poderes sobrenaturales. Esa noche habría tormenta y continué.

—Cuando me devolvías los relatos corregidos, no soportaba la cantidad de tachones, marcas y borrones con que los masacrabas. Tus trazos de bolígrafo traspasaban el papel, se nota que disfrutabas haciéndolo. ¡Cómo te odio!  

—¡Eres un impostor, Raymond! ¡Sin mis correcciones, tu maldita obra hubiese quedado en el anonimato!

—Y yo que trataba de pulirlos para impresionarte. Escribía y reescribía hasta la madrugada en la Remington y tú solo torturabas las páginas con ese bolígrafo.

El agua convertida en granizo golpeaba el techo de la casa. 

—¡Descartaste párrafos completos! ¡Relatos cercenados por la mitad!

Fastidiado, el viejo se incorporó con su bastón y lo estrelló contra el espejo. Las esquirlas hicieron un corte en su cara. Mi figura fantasmal se fraccionó. Desde diversos puntos de vista de vidrios aun colgando en el espejo, noté sangre brotando en su pijama.

Se dirigió al baúl, insertó una antigua llave y lo abrió. Allí permanecían apilados los originales de mis textos. ¡Increíble! ¡Aun atesoraba esas hojas amarillentas y llenas de rayones!

—¿Ah sí? ¿Esto es lo que quieres? ¿Recuperar tus malditos textos emotivos? De seguro sabes que los quieren publicar de nuevo… originales sin editar…¡Redactores principiantes!  Te encumbré a la cima, te convertí en un dios americano, te saqué del alcoholismo y fuiste el maestro del realismo sucio… ¡y así me agradeces! 

—Fuiste cruel, Gordon, no te importaron mis sentimientos, la prosa poética me salía del alma… yo no era el minimalista, eras tú. Convertiste mi prosa en nada, con un estilo seco y sin metáforas.

—¿Quieres hacer el favor de callarte, Raymond? No te hagas la víctima. Vete a beber whisky con aquel escritor maldito, ¿cómo se llamaba? ese Cheever o ¿era Bukowski? En vida no hacías mas que emborracharte… ¡mientras yo me doblaba el lomo corrigiendo tus basofias!

El viejo obstinado encendió el Zippo y prendió un cigarrillo. Lo desafié, como debí haber hecho en vida.

—¡Anda! ¡Hazlo! Destruye mi espíritu y culpa a los personajes de tus novelas, enmascarados como tú. Les diste vida a tu antojo, no has tenido que editarlos y pudiste llamarlos incluso con tu nombre. ¡Hazlo de una vez, quémalos para que no los publiquen nunca!

—¡Ignorante! Ahora sucede que soy el antagonista y Raymond el mártir. Tus libros me dieron mala reputación, soy un fraude bajo tu inmortalidad. Mis novelas son mi biografía, pero eso no te incumbe. ¡Si ese cáncer no te hubiese enviado a la tumba, serías un borracho fracasado! ¡Estarías en la ruina trabajando como asistente de gasolinera, fantasma ingrato! 

—No eres Gordon, eres tus personajes, cínico igual que ellos.

—Acaba con tus sensiblerías. Seré yo mismo quien será inmortal. 

Diciendo esto y como si fuese el epílogo de su discurso, lanzó el cigarrillo encendido sobre la alfombra. Se acercó dando tumbos a la mesa de noche y se hizo con una lata de butano. Vació el combustible de encendedor sobre su bata blanca, de pies a cabeza, con el Zippo en la mano. Alzó en llamas, y así, la cuenta quedó saldada.

Cuentos cortos de misterio y fantasía


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