Un perro azul. Eso es lo que era. Van Gogh, el maestro, dibujaba mi entorno a cada fumada. Distorsionado el cielo, ahora el sol se fundía con el mar. A cada ladrido mis docenas de alumnos sonreían diciendo:
—¡Sí, señor profesor, como usted diga!
Mientras tanto la concha del nautilus emergía de entre las olas y luego dibujaba su espiral hasta el fin del Universo, y yo, en mi forma de perro, guiaba a mis pupilos. Flotando a través de la infinita forma perfecta, curvando el espacio siguiendo la regla áurea, los sacaba de este mundo infeliz.
Era un largo viaje por el cosmos. Visitamos cientos de mundos. A cada estancia, chupaban sedientos del cognac que salía a borbotones del barrilito que pendía de mi cuello. Ondas moleculares transformaban el sol en cielo y el mar en sol creando un espléndido arco iris. Este nacía del mar encuadrado dentro de un rectángulo dinámico raíz de dos. La forma perfecta. El mundo perfecto. Yo era perfecto.
Al llegar a mis cuarenta, decidí abandonar mi agobiante trabajo de profesor de secundaria para buscar la paz espiritual. Sabía que mi abuela sordomuda vivía sola al otro lado del charco. Aunque no la veía desde los doce años, decidí comprar un boleto Buenos Aires – Madrid y mudarme a su apartamento. No fue un encuentro hermoso. Estaba desgarbada y vestida como esos góticos de la calle. Al darme un abrazo de bienvenida, me llegó el tufo de hachís.
—¡Vaya, vaya! ¡De tal palo tal astilla! —le dije en son de broma, lo cual ni le movió un músculo de la cara. No sé si me entendió el chistecito, lo que me importó un carajo.
El apartamento no era amplio, pero su carrera como artista le había provisto de una buena jubilación. Fuimos al grano. Era una mujer de pocas palabras, mejor dicho, sin palabras. Convenimos que trajera la droga entre sus calzones desde Amsterdam, a cambio yo cuidaría de ella. Era un plan perfecto para pasar inadvertido y gozar de mis placeres narcóticos.
Pero vino la sombra. Gigantescas nubes negras invadían mi nuevo mundo. Pelos caían del cielo sin cesar. Luego llovían gatos negros, pero no perros. El perro era yo. No era posible. Para eso me había aislado de la gente. La mala suerte. Un zarpazo repentino convirtió el arco iris en millones de pedazos multicolores.
—¿Me oís? —Un gato no maulló, aulló en mis oídos.
—¿Me escuchás imbécil?—continuó, atormentándome.
Dos soles amarillos eclipsados por dos cuartos menguantes aparecieron frente a mí. Irradiaban energía. Una energía superior a mí. La energía heredada por mis ancestros. Las medias lunas tornaron en pupilas enormes que me miraban risueñas, como miran los gatos. Pero no le di importancia y tomé de nuevo la boquilla para darle una buena jalada.
El exquisito sabor del vapor de anís se mezcló con la psilocibina. Ahora un gato negro no era capaz de emitir palabra, pero me abofeteaba imperioso, y a cada fumada, desaparecía en mi inconsciente. Paz. Aire. Silencio.
Un puñetazo en la cara. Mis alumnos se desvanecieron.
—¡Pasame la boquilla hijo de las mil putas! —espetó furiosa mi abuela, la que era sorda, pero no muda.
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