Aborrecía mi existencia y estaba dispuesto a lo que fuera, por eso llevaba cargada mi antigua Smith & Wesson, que me obsequió un supuesto chamán.
Lo conocí en la academia, era un policía bajo de estatura, de piel rojiza y cabello negro, ni joven ni viejo. En sus ojos se reflejaba la sabiduría ancestral, se autoproclamaba descendiente de los apaches. En nuestros momentos de descanso, me relataba acerca de sus vivencias heroicas mientras fumaba su pipa. Afirmaba con el pecho inflado que tenía más vidas que un gato, que sobrevivió a guerras y holocaustos, pero que ya estaba harto de ver luchar a la humanidad. Vaya, vaya, sí que teníamos algo en común. Me entregó el arma en su funda de cuero, me dijo que con ese gesto cortaría de una vez por todas sus ataduras en este mundo. Es el destino, dijo. Pero que tuviera cuidado, que en vez de quitar la vida, la otorgaba. Quizá era una pistola maldita pues al momento justo de entregármela, cayó a mis pies desvanecido, como si le hubieran robado el alma. Si estaba harto de todo, ¿por qué no se voló él mismo la cabeza de una vez? Pobre iluso este chamán, pistola que da la vida… ¡Puras habladurías! pensé. La pistola es clásica y reluciente, es hermosa, así que la porto con orgullo.
Nunca me gradué, sin embargo, mis compañeros policías se habían convertido en comisarios mafiosos que tomaban la ley por sus manos, portando las armas en sus fundas como si fuesen héroes justicieros, disparando al aire entre los vecindarios sin importarles los civiles. En cambio yo temía perder mi trabajo, contaba los años para pensionarme así fuera con el minúsculo sueldo de guardia de seguridad. Ellos libres, en cambio yo atrapado mi patética existencia, Velaba por la seguridad de clientes mal encarados y oficinistas indiferentes, encerrado todo el día en una sucursal bancaria diminuta en un barrio decadente.
«Aquí estoy como todos los días, madrugón, puntual, a las siete. Una hora antes de que abra la sucursal. Según yo, la vigilo… ¡Qué vigilar nada! Soy solo un portero con una llave. Me siento como un tarado vistiendo este patético uniforme azul. Mi arma sigue cargada con sus dos balas desde que me la entregó el chamán, aquí nunca pasa nada interesante. Hace cinco minutos marqué la tarjeta de ingreso, pero dentro de una hora terminaré con todo. Le volaré la cabeza al primero que entre por esa puerta, y si es ese viejo de Constantini, mejor que mejor».
Mis pensamientos se interrumpieron con un ¡toc-toc!:
—Buenos días tenga usted, señorita Vanessa.—Dije con amabilidad mientras dejaba entrar a la apresurada cajera del banco. A modo de saludo, acomodé con mis dedos la visera del kepis y retomé en silencio la posición de guarda, mirando su trasero:
«Llegaste quince minutos tarde, ya van a ser las ocho, ricura mía y apenas vas abrir la ventanilla. Te ves guapa con esos anteojos y peinada de moño. ¡Pero, qué vestido más escotado traes hoy!»
Estaba enamorado de esa gorda hermosota. ¡Como hecha para mí! Ya eran las siete y media, mi hora del café. No había llegado la señora de la limpieza. Fui al área de empleados y encendí el coffee maker. Preparé uno bien cargado… la cafeína activó mi cerebro y comencé divagar de nuevo:
«¿Y si aquel chamán tenía razón, si esta pistola es mágica y da la vida? ¿Qué pasaría si le disparo a la señora de la limpieza cuando llegue? ¡Es lógico que se muere, es lo más seguro! ¿Y si me disparo en el cielo de la boca? ¡Me imagino los restos de mi cerebro en el escritorio de Vanessa, ja, jaaa! ».
Cuarenta y cinco minutos perdidos en razonamientos estúpidos desde que marqué la entrada. Di un último sorbo y me dirigí a la entrada de la sucursal. Ubicado en mi puesto de centinela, admiré el brillo de mi arma y apoyé mi mano sobre la funda. Mantendría cerrado y nadie entraría antes de las ocho, no habría testigos, era el plan.
Se oyó un auto y luego alguien asomó a través de la puerta de vidrio esmerilado. ¡Al fin había llegado! Abrí la puerta de la sucursal diciendo con ironía:
—Buenos días, señor Constantini. Pase adelante.
El mismo viejo de corbata a cuadros de todos los días, entró al banco sin saludar y se sentó a esperar su turno. Siempre llegaba de primero antes de que abrieran la ventanilla. La cajera se deshacía en sonrisas para él, lo que me ponía rabioso. Pasó los minutos revisando su iPhone sin apartar la mano de su valija. Me quedé mirándolo disimulado, mientras mi cerebro continuó con su soliloquio:
«Este viejo malnacido enviando mensajitos. ¿Ah sí, güevón? ¿Haciéndole ojitos? ¡De seguro vienes a cargar hasta la mierda la cuenta de tu amante!»
Aquel viejo encorbatado me miraba levantando con desdén una ceja sobre sus anteojos, y mi mente estalló:
«¿Qué me ves hijo de puta? ¿Será que sospechas de mí? Ojalá no me vengas a reclamar nada viejo malnacido, porque te regreso a tu silla de un culatazo. En un par de minutos te llamarán para que deposites tus milloncitos… que serán los míos. Apenas te levantes iré detras tuyo, imbécil. ¡Eh! Un minuto para las ocho. Es la hora. »
—¡Cero, uno! ¡Caja, uno!—gritó empoderada Vanessa anunciando como autómata el inicio de sus labores.
Aproveché la distracción para cerrar por dentro con pestillo. Mi mente me torturaba, mis manos sudaban temblorosas, sería más fácil por la retaguardia. El viejo de corbata a cuadros tomó su valija y se puso de pie. Se dirigió a la caja, entretanto, me le acerqué sigiloso e hice cola detrás de él. Volteó a verme, y en seguida, desenfundé mi arma para apuntarle en la espalda.
—¡La valija! ¡Entrégueme la valija o lo reviento ahora mismo! ¡Usted! ¡La cajera! ¡Las manos donde las vea!
—Este… este maldito guarda… ¡Lo sabía, lo sabía…! ¡no me mate, le doy mi reloj, mi móvil, mi dinero, pero no me mate! ¡socorro, socorro! —gritó histérico y giró su torso intentado golpearme con la valija.
Reaccioné en un segundo y lo inmovilicé con una llave. El malnacido se aferró a mi brazo armado y lo mordió. En su intento por soltarse, hizo resbalar el arma de mi mano y la descargó en mi sien. Desde los ojos de Constantini pude ver mi propia cabeza reventada en el suelo. Mi patético cuerpo uniformado yacía entre billetes y encharcado en su sangre.
***
«Este saco me queda a juego con la corbata a cuadros y el chaleco de satén. Me gusta este Rolex de oro con cadenilla, fue muy amable de entregármelo, con su valija y también su cuerpo, ja, jaaa! Hoy huelo rico, huelo a Chanel. Se me hace tarde, aquí hay diez mensajes de mi gorda Vanessa, que debe estar impaciente. La llevaré a cenar en mi Mercedes, desde que me apoderé del cuerpo de Constantini ya no es indiferente conmigo, ja, jaaa! Le daré un anillo. Me voy a lucir con estas mancuernillas de diamantes, van perfectas con esta camisa blanca.»
Al igual que un comisario mafioso, vigilar los bienes ajenos me importaba un carajo y aquel día tomé la ley en mis manos. El destino envió al ataúd aquel patético hombre de uniforme azul. Sin embargo, este cuerpo de viejo millonario no es muy ágil. La Smith & Wesson tiene su última bala, ya buscaré un cuerpo joven que me dispare con ella para robarle el alma. Mientras tanto, seguirá aferrada a mi cinturón en su funda de cuero, aferrando también mi existencia, en honor al chamán, aunque su antigüedad desentone con mi atuendo.
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