Lo conocí cuando éramos unos pubertos. Fuimos juntos al instituto-laboratorio. Él solo hablaba de tener éxito en la vida, aunque no era un estudiante modelo. Me había externado que algo en su cabeza le dictaba que debía ser jerarca. Pero yo pensaba que a este huérfano le faltaba un tornillo. Su madre le heredó la vida biológica antes de morir. Por alguna razón, el gobierno de jerarcas le había mandado a construir un cuerpo en una onerosa y poderosa aleación, pues había nacido muy débil. Aunque yo no era de tener amigos, le admiraba. Un fugitivo de la vida huyendo de su destino. Un líder de contextura gruesa y pesado como un grillete, un cyborg de titanio macizo con un alma de jovenzuelo. Hablaba de libertad en la plaza principal de Albo, donde congregaba seguidores para su propia revolución. ¿Pero qué revolución, si estábamos amenazados de muerte por la dictadura de los entes?
Crecimos como adolescentes de recursos limitados, sin embargo, Janik llegó un día pilotando una impresionante bielonave, de aquellas hechas de oro y diamantina, de esas que tienen propulsores de plasma y aceleradores de plutonio, las que usan los jerarcas para pavonearse entre las especies. Según él, la había tomado prestada.
—¿De dónde la sacaste?—le pregunté asombrado.
—¡Hay que vivir la vida y no esperar el mañana!— dijo con su voz firme. Y quedé divagando en mis pensamientos: «Algún día tendré una como esa».
Una vez entró a un almacén de víveres para cyborgs y salió con dos envases llenos de elixir de los dioses. Apenas cabían escondidos en los compartimentos secretos de sus antebrazos. Me los enseñó orgulloso.
«¡Ooh, qué gran hazaña!» pensé irónico mientras empinaba el envase. Era obvio que no las pagó. Mientras continuaba sacando conclusiones, bebí un par de sorbos de elixir.
De un golpe abrió el depósito de su fémur de titanio, derramando cientos de almendras exóticas y confituras de vainilla con chocolate importadas de Erde. Un festín sofisticado del cual me convidó sonriente, con la condición de que no se lo dijera a nadie. Con seguridad las tomó sin permiso, para vivir la vida, deduje, y llené mi boca de manjares.
Una vez tuvo un altercado muy fuerte con las fuerzas jerárquicas. Le andaban buscando, pues habían comprobado que contrabandeaba mercancías. Por alguna extraña razón le dejaron libre. Hubiera pensado que lo desterrarían a Scuro o algún otro planeta-cárcel.
Todas las mañanas me dirigía caminando por la vereda hasta el instituto, el camino entre los campos de trigo. Allí estaba Janik repartiendo víveres entre los hijos de los agricultores. Los pequeños bailoteaban felices agitando sus garritas sucias, para hacerse de alguna golosina de las que —según ellos— llovían del cielo. Era muy popular entre los agricultores de Albo. Aunque estos sabían aprovechar con inteligencia los recursos que se les proveía, nunca se dejarían extorsionar por los entes y entregarles sus tierras. Su poderosa conexión con la naturaleza y el contacto con la tierra fértil, les convertía en sabios aunque ellos no se percataran. Sin embargo, no estaba mal acceder a los obsequios que les otorgaba Janik, sobre todo para el regocijo de sus retoños.
—Estos niños serán más libres que tú y yo —afirmó convencido al acercarme.
Era un rebelde sin causa, en su cabeza desatornillada no había leyes planetarias. Guiaba bielonaves diferentes cada día, redondas, ovaladas o triangulares, que aceleraba a mil entre las lunas para probar su potencia. Las tomaba de las callejuelas a modo de “préstamo”. Luego las devuelvo adonde las encontré, replicaba sin remordimiento.
Cuando cumplí la mayoría de edad, me hice de una vieja y destartalada bielonave. Nos montamos en ella y nos fuimos a beber elíxir. Por la ventanilla del establecimiento de distribución, se podía ver hacia el otro lado de la callejuela. El sol rojo estaba al poniente y apenas pude distinguir las siluetas de unos cuernos. Quizá eran entes mercenarios que venían de Scuro. ¿Qué hacían allí?
Janik se enfundó su chaqueta de metal. Parecía como si se hubiese puesto una armadura tallada con relucientes símbolos esotéricos, con picos de diamante en los hombros y cierres de oro, engrosando aún más su voluminoso cuerpo. Empinó su envase de elixir, bebió lo que quedaba y lo reventó contra la pared. Peinó con su garra de titanio la cresta argento-verdosa de su cabeza y salió iracundo a enfrentarse con ellos.
Frente al sol rojo del poniente se divisaban las siluetas del mastodonte y las de más de diez figurillas cornudas. Miré cómo se revolcaban dándose moquetazos y arañándose las caras. El sonido de metal retorcido chirreaba. Decidí, por mi bien, regresar a mi esfera habitacional. Janik podría con todos sin lugar a dudas.
Al caer la noche, vino a buscarme todo arañado, goteando aceite y sangre, arrastrando del cuerno a un pequeño ente vapuleado. Le presté mi bielonave, me la traería pronto, dijo. No lo consideraba mi amigo, pero al menos le tenía confianza. Eran sus negocios, no los míos.
—¡Piedad, piedad! ¡He retirado las tropas! ¡No me mates! —suplicó el ente.
Janik ató el cuerpecillo cornudo al fuselaje con una cadena. Accionó los interruptores magnéticos y desapareció entre los campos. Nunca más volví a ver mi bielonave.
Pasaron varias vueltas al Sol y me dediqué a mis estudios. Ya me había recibido del instituto-laboratorio como ingeniero mecánico. Los entes ya no rondaban por Albo. ¿Habría terminado la dictadura?
Estaba en mi esfera habitacional viendo en la señal holográfica noticias de lo que ocurría en Albo. ¡Vaya que es patético! Nos tienen controlados viendo sandeces en nuestro tiempo de ocio, pensé chocando el puño con la palma. Iba a deshacer la señal con mi garra cuando apareció la imagen de un puñado de agricultores eufóricos y jubilosos. Masacraban a patadas la cabeza cercenada de un ente. Entre ellos y mirando complacido la escena, se encontraba el máximo jerarca de Albo, abrazando con tierno afecto a un enorme cyborg, aquel desertor que robó su auto y lo abandonó por seguir sus sueños, su hijo, un poderoso y renovado modelo JK-21.
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