La enfermera me miraba atentamente. Con mucho dolor pude voltear a mi derecha y las imágenes de mi entorno se traslapaban. Estaba oscuro, las mantas verdes que nos separaban eran fijas, inertes y no permitían reflejar la luz intensa y circular que calcinaba mis ojos. La rubia se acercó de inmediato. Emanaba un dulce perfume, entre lavanda y alcohol de fricciones. Me dijo en dialecto que todo iba a estar bien y con sus dientes perfectos me sonrió. Los círculos luminosos se reflejaban en sus ojos azules. Observó que estaba apretando mi celular fuertemente, como si mi vida dependiera de ello. Y siguió sonriente. Quizá es la labor de las enfermeras, hacer que aquellos que están a punto de abandonar el planeta se sientan a gusto. Aeromozas entrenadas para asistir en viajes celestiales. Con mi escaso “hoch Deutsch” le pregunté si podía hacerme el favor de enchufar el celular en alguna pared. Mi único sueño en ese momento era comunicarme con mi familia. La enfermera cambió su gesto por uno de contrariedad. Miró hacia los lados como buscando algo y se dirigió a su escritorio. De inmediato puso en mi cama una maravillosa cajita negra de led azul y conecté el USB a mi dispositivo. Tras de eso sentí su amable voz, mientras una potente intravenosa perforaba mi brazo izquierdo llevándome directo al cielo.
Al despertar al día siguiente me di cuenta de mi triste realidad. Palpé mi cabeza, vendada, con sangre seca que se impregnaba en mis manos y dejaba rastros negros en la almohada. Con mi lengua sentí mis dientes y eran afilados como las mandíbulas de un artrópodo. Mis orejas mutiladas, esculpidas en un caparazón duro y seco, dolían como el infierno. Pude sentir en las yemas de mis dedos las puntadas con las que me las pegaron de nuevo al cráneo. Levanté el cuello y enfoqué mis extremidades levantadas con un soporte colgante. Metal, clavos y tornillos apretados contra los huesos, envueltas en una telaraña de gasa blanca. Ovillos de hilos blancos que envolvían mi cuerpo fracturado hasta la clavícula. Inmovilizado, me había convertido en una frágil crisálida. Después de un rato envié un WhatsApp a mi hermano. Le rogué que no le dijera nada a mi madre. Luego envié otro a mi amigo y me contó conmocionado cómo me vio volar cincuenta metros por el aire al cruzar por la autopista.
Nos encontramos en la estación de Warschauerstrasse en el andén dos. Yo vivía en Berlín desde hacía más de un año y mi gran amigo venía a visitarme. Yo le admiraba pues él ya había logrado hacerse de una vida en Alemania junto a una encantadora esposa y dos hijos. Después de una hora apareció con su acostumbrada sudadera negra, esta vez con una serigrafía de “Ampelmann”, quizá comprada en la tienda de souvenirs de Alexanderplatz. Venía caminando rápido, acomodando con una mano su larga cabellera negra y con la otra señalándolo todo, como si fuese el director de una orquesta de rufianes. Nos dimos la mano con una gritería como es común entre nosotros los latinos, y seguido, un efusivo abrazo de camaradas. Cerveza en mano, caminamos a lo largo del East Side Gallery. Bebimos varias admirando los grafitis y se hizo de noche. Ya a las veinte abrieron el bar heavy-metal. Allí apareció otro amigo que nos convidó a unos Jägermeißter. Ya me sentía eufórico haciendo el “headbanger” al ritmo de “Du Hast”. El Matrix abría a medianoche. Después de hacer una pequeña fila para entrar, ya estábamos bailando con gente de Turquía, Italia, España y Argentina, la disco más cosmopolita. Todo daba vueltas, mujeres danzantes, la barra, las luces, la oscuridad, el sudor, los shots…
***
Mi chaqueta de cuero es oscura como mi alma. Siento que mis alas crecen fuertes. Vibran haciendo ruidos estridentes de cigarra. Se apretujan dentro de mi caparazón negro, más duro que el de un crustáceo. Aún tengo restos de los ovillos blancos que envolvían mi cuerpo y me mantengo unido al árbol que me protege, mi casa, mi familia. Mis extremidades se tornan verde fosforescente, con franjas blancas y negras salpicadas con puntos anaranjados. Veneno en la piel. Tengo colmillos y puedo devorar hojas, árboles enteros. Voy a comerme el mundo con mis mandíbulas. Esta vez no volverán a cortar mis alas.
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