Esta es la historia de un santito que vivía allá por las tierras del norte. Se dice que amaba los bailes, las fiestas y el vino tinto que sus duendes fabricaban con siropes de cereza. En especial las fiestas de diciembre, cuando las nochebuenas comenzaban a florecer y teñir con sus colores encendidos los campos de invernadero.
Así, se cuenta que Santa Claus vivía con la Señora Claus. Ambos vestían gruesos abrigos colorados y cuando ella se le acercaba con sus labios pintados para darle un beso, juntos parecían dos manzanas maduras. El corazón de Santa latía lleno de amor candente y sus mejillas ruborizadas le hacían parecer una frambuesa a punto de estallar.
Pero este santito era diferente al santa americano. Era un agricultor ruso. Y toda su cosecha de frutos del bosque la guardaba en un saco para repartirla por el mundo en nochebuena. Era también ayudado por un trineo volador, tirado por renos dirigidos por Rodolfo, un reno mágico que iluminaba el camino con su nariz, una luz brillante como el fuego vivo.
Recibía cartas de los acaudalados americanos. Decían que se habían portado bien todo el año, pero que era un iluso por andar regalando su cosecha. Que mejor se dedicara a cultivar amapolas y que eso le daría dividendos a largo plazo. Cuando leía esas cartas a la luz de las velas, se ruborizaba y se reía a carcajadas.
Esperaba ansioso la nochebuena. Esa noche entraba a los hogares por la chimenea tocando su nariz colorada. Allí las familias dejaban una lata de Coca-Cola y gomitas de fresa que este consumía gustoso.
Pero por otro lado, los comunistas de su país le tenían sentenciado. Los frutos de su cosecha debían de ser entregados en su totalidad al gobierno. “Traición a la patria es alimentar a los hijos de los imperialistas, so pena de muerte”. Esta era la carta que su dictador había escrito con la sangre del pueblo y enviado al santito.
Escuchó que tocaban a la puerta de su cabaña. Era Rodolfo que traía un sobre carmesí en su hocico. Lo tomó enseguida, rompió el sello de cera oficial y empezó a leer. Se puso rabioso como el diablo rompiendo la carta y tirándola al fuego. Es por eso que aquella noche no dio ni una frambuesa y ni una cereza, ni a los comunistas de bandera colorada ni a los imperialistas de bandera de melcocha. Solamente compartió su cosecha con los más pobres y necesitados. Pero siempre lo capturaron. Su traje se tiñó de su propia sangre al oírse el disparo del fusil.
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